La primera ves que agarré la lapicera y una vieja hoja de un hotel al cual no recuerdo haber ido, pensé que seria anticuado y estúpido. Sin embargo, y es posible que fuera por esa cantidad de películas que me has hecho ver, lo encuentro romántico. Como aquel hombre que las mujeres sueñan, ese que los hombres solemos reírnos quizás porque sabemos que no hay posibilidad de que ninguno de nosotros sea tal cual lo describen, pero que nos encantaría ser. Al escribir las primeras palabras mis manos no temblaban. Dudaba, sí, pero escribí continuamente como acostumbro hacerlo. No tardaba en hacer un pequeño bollo con el papel y tirarlo a la basura. Ahora estoy seguro de lo que debo decir, las palabras sinceramente son mis pensamientos, la mano me tiembla y las letras se curvan de manera que la letra es ilegible (debo disculparme por eso).
̉Un año y seis meses. No recuerdo la hora en que me había levantado, pero era temprano. Seguramente llevaba alguno de mis trajes, con la corbata azul. No, no recuerdo habermela cruzado por la avenida, pero lo más seguro es que hayamos tomado el mismo camino. El café no era fácil de distinguir, encontrándose a mitad de cuadra, entre medio de un edificio no muy antiguo, tampoco muy moderno, sin entrada; y una peluquería. La mesa en la cual me senté, solo con el diario en la mano, era púramente de metal y doblaba en las esquinas de las patas con una forma obalada. Un buen arquitecto, de los cuales me conozco muchos pero no son de la clase de persona con la cual me gusta mantener discusiones, podría haber definido de donde venía y porque decidió ponerse (o si fue una mala elección). De todas formas, recuerdo que usted entró con el cabello suelto, pero sin una sonrisa en el rostro. Al instante, una mesera se le acercó con uno de esos menús largos y finos y le ofreció un aciento, replicando suavemente (o a mi suponer, no me encontraba lo suficientemente cerca como para poder aclarar) te acercaste a una mesa en una de las esquinas a mi derecha. Antes de sentarte, y recuerdo bien, pasaste la vista por donde yo me encontraba y al ver mi mirada fija en usted, se sonrojó y sonrió levemente. Finalmente sobre su asiento, dijiste que esperabas a alguien y que no deseabas hacer ningún pedido.
Usualmente, después de haber leido una o dos noticias y de haberme tomado el café, me retiraría hacia mi trabajo. Ese día, decidí mandar un e-mail desde el celular avisando que me ausentaría (por mi posición no necesitaba dar explicaciones, aunque la pérdida de una mañana no era lo que mi secretaria esperaba); y empezé a leer noticias que no eran de mi desagrado, mas no solía leer.
Los primeros diez minutos fueron eternos. No era el único que observaba el reloj constantemente, con la diferencia que el tuyo se encontraba sobre una liviana y brillante cadena, colgando delicadamente de tu muñeca. Lo agitabas y el reloj temblaba pero siempre (a no ser que, mágicamente, las horas pasen más rápido o hagan que la persona a la cual estabas esperando recuerde que debían haberse encontrado) daba la hora.
Pasada la hora, y sí, estube una hora sentado a dos mesas de distancia, observandote de reojo y leyendo por arriba las noticias una y otra vez, ya eran viejas; llevaste ambas manos sobre tu cara y, si bien no te veía a lo lejos, después supe que llorabas. Tuve que usar todo el coraje que tenía guardado hasta el momento, ese que no usé cuando debía (o más bien, cuando hubiera querido usarlo); pero me acerqué hasta tu mesa, rozé mi mano sobre la mesa, y digo rozé porque no animé a apoyarla cómodamente, me agaché apenas y le pregunté si deseaba un café. Con sus ojos rojos y un poco sonrojada, no sé si por mis palabras o por el llando, entrecerró los ojos y accedió con un leve movimiento de la cabeza. En el momento que las palabras se me tropezaban, comenté que las tortas del lugar eran riquísimas (y sí, mi tono era infantil), que tenían frutillas. Rió bajo su mano, pero no lo comenté; luego tendría tiempo de observar su rostro completo reir. No mencioné a su cita, inclusivé logre evitar cuando habló de alguien que debió haber estado.
Si bien ese fue nuestro primer encuentro, uno en el cual su vestido se trabó con una de las patas de la mesa y las lágrimas volvieron a juntarse, esta ves con más ternura, en sus ojos; muchos siguieron después de ese. Fue entonces que me enteré de su historia pasada con esa persona que debió haber estado, pero fui yo quien la invitó a un café y le secó las lágrimas. También me entenré que, muy en sus adentros, fue usted la que pidió que ese día esa persona no se sentara en la mesa de enfrente suyo. Opino sin saber, porque pese a todo el tiempo que nos conocimos, no me atrevo a tocar sobre esos temas que yo mismo he decidido evitar hablar sobre, ese día sabrías si por fin todo habría terminado. Si él hubiera ido, con intenciones de terminar, aquello no hubiera tenido una conclusión y seguirías envuelta en la duda sobre si el amor sigue, si lo hay, o si ya no es correspondido.
Si mi memoria no me deja, aunque a medida que avanza mi edad sucede cada ves más seguido, podría recordar que fue la cuarta cita, cuando habíamos terminado de ver una película y nos habíamos sentado en un banco al borde de la plaza, que me comentaste sobre tus deseos de formar una familia. No querías casamiento, tus padres sí, pero deseabas uno o dos hijos. No un nene y una nena, aunque sería feliz con ellos. Una hipótesis, no era el momento para intentar adivinar el futuro, sería que, los crie ella o terminen siendo educados por la televisión, ellos nunca dejarían de ser parte de ella, la amarían desde el principio hasta que los errores se acumulen e, inclusive en ese momento, dudarían en avandonarla. Igualmente, el amor no cesaría. Recuerdo haber reido, y si no lo hice posiblemente lo haría ahora, y haber mirado al cielo ya estrellado. Tantas posibilidades como estrellas en el cielo, respondí, pero la luna siempre va a resaltar y va a ser el objetivo al cual queremos llegar. Quiero creer que, algún día, tocarás la luna.
Al contrario de esta carta, a mis pensamientos, cuando me propuse no fui nada romántico. Nos encontrábamos tirados en la cama, usted con su espalda sobre mi pecho usando mi antebrazo como almohada. Adorabas, creo que todavía lo haces, mirar por la ventana después de hacer el amor. La agarré la de la muñeca con mi mano libre hasta llegar a la suya y entrelazé nuestros dedos. Cuando formulé la pregunta, tan nervioso como la primera vez que tuve que hablarte, o la primera vez que la contuve en mis brazos; sentí como se ponía tiesa y separabas levemente nuestros cuerpos. No, no podía ver su rostro como me hubiera gustado, pero era más el temor lo que evitaba que la mirara a los ojos. Respondó con un suspiro, como si te dejaras llevar por el momento, aunque luego no dudó cuando hubo que poner fechas y elegir lugares. Cuando cumplo con lo que mis padres desean, me dijo, lo hago a la perfección. (Y yo le respondí, fuiste una chica revelde, ¿no? A lo cual solo rio, mas ese es otro tema).
Cuando ocurrió el accidente solo recuerdo un fuerte dolor en el pecho, el no poder cerrar mi boca y evitar que los gritos ceces, junto con el color oscuro del frío mármol. También se encuentran palabras bañadas en dolor, a las cuales siempre me parecieron falsas pero debo decir que no soy el único que le tenía aprecio; y la pequeña mano que sostenia mi dedo índice, con muy poca fuersa pero sin soltarlo. Puedo decir que, aquel dulce rostro, feliz e ignorante a la situación, fue lo único que me mantuvo vivo durante todo este tiempo.
Inclusive ahora, cuando observo las estrellas, pienso en nuetro pasado juntos. Cuando logro ver en lo más íntimo de mi corazón, encuentro lo más preciado, vos y la luna.
(me sarpé)