lunes, 1 de marzo de 2010

El colectivo salía a las ocho, por lo que a las siete y media ya debía estar en la salida.

Sin embargo, a eso de las seis y pico, con mi madre y yo decidimos que no nos haría mal una última caminata por la playa. Creyendo que el contaminado aire de la ciudad me haría mejor, mi familia buscó trabajo y hogar en la poblada ciudad de Buenos Aires, dejando de lado mis amadas playas de arena no tan blanca, pero agradable para los pies.

Siempre amé esta playa, es el lugar donde nací y me crié. Los asfaltados caminos de la capital me hacen sentir fuera de mi lugar, no es mi hogar. Pero, a pesar de todo, no puedo evitar esto.

Con pocas palabras, pude convencer a mi madre que me dejara caminar solo por las playas cubiertas de caracoles y una que otra comida de los visitantes que pasaron la tarde por aquí.

Caminé hasta llegar a un paradero que me era conocido. Recordé cuando solía caminar con ella por las rocas, y mirar el sol ocultarse por el oeste, reflejandose en el mar. Después recordé otro día, un día en que su alegría era inmensa ya que hacía calor y podía meterse al mar. Yo la miraba desde lejos, cansado de tanto caminar.

Sin saber como, empecé a correr más y más rápido. Sabía que me estaba alejando de mi madre, pero esos recuerdos me hacían tener una adrenalina que se me hacía imposible estar tranquilo. Era extraño como el recuerdo de esa sonrisa haga que mis piernas corrieran más rápido, y que mis ojos se empiezaran a nublar.

Recordé como me llamaba con las manos, comentando que el agua estaba cristalina y caliente. Ninguno de los dos se dio cuenta, entre tanto terreno paradisiaco, que el salvavidas recomendaba no meterse porque el agua llevaba mucho.

Ella tampoco lo notó. Y menos notó cuando ya se había alejado mucho.

Al ver que ella no estaba a mi vista, metí los pies y, de apoco, todo el cuerpo en el mar. Grité su nombre, y ella me respondía entrecortadamente desde lo más hondo del mar.

Seguí corriendo, mientras mis pasos quedaban marcados en la arena, por esas playas que me hacían acordar de ese tormentoso día. Ya ni podía mirar, no sabía si eran las lágrimas o el recuerdo vivo en mi mente.

Ella gritando, el guardavidas intentando llegar lo más hondo posible, las mujeres gritando, los niños llorando.

Ella ahogandose.

Ya ni hacía pie cuando llegué donde estaba ella. Tampoco podía mirar, entre el agua salada y el llanto inevitable.

Era tarde.

Y los recuerdos de ese día no me hacían pensar. Ya cuando mis músculos no dieron más (de tanto correr o de tanto trauma) quedé quieto donde estaba, mirando el mar.

Avancé lentamente, mojandome las zapatillas, las medias y luego los pantalones. Grité su nombre un par de veces. Sin respuesta, y aunque fuera imposible que la hubiera, grité de nuevo. Y grité, y grité.

Y me hundí más en el mar.

Y por fin escuché respuesta.

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